Es Problema de Dios, ¡no nuestro!

Despensa

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problema de DiosDe Graciela:

Hace alrededor de 30 años (yo tenía 30 años) mi sacerdote, el Padre Ángel, me pidió si podía ayudarlo con el Ministerio de Cáritas, porque no había nadie ayudándolo y había más de 100 familias necesitando ayuda, especialmente alimentos. Mi mamá y yo aceptamos.

Distribuimos comida y ropa a más de 50 familias todos los martes. Teníamos algunos donantes (héroes, en realidad, porque nuestro país estaba pasando por una situación económica muy difícil) y el Padre Ángel donaba casi un 70% de sus ingresos.

Un martes, luego de atender a más de 60 familias, miramos el mueble donde guardábamos la comida ¡y quedaba sólo un paquete de sal!

“¡Padre Ángel!” clamé, “¿qué haremos la semana que viene?” Ya habíamos recibimos todas las donaciones del mes ¡y el Padre Ángel y yo teníamos poco dinero y no podíamos hacer nada!

El Padre Ángel nos miró y, con una gran sonrisa dijo: “Bueno, bueno, bueno, este no es nuestro problema, ¡es el de Dios!” y su sonrisa se hizo más amplia. Yo estaba estupefacta. ¿Cómo podía sonreír y decir que era el problema de Dios? ¡Era nuestro problema!

Mamá y yo nos fuimos a casa. Esa semana fue terrible para mí pensando en el paquete de sal que teníamos para el Martes. Yo no estaba viva en la vida en el Espíritu Santo en ese momento, por lo que estaba realmente asustada. Miré mis ahorros y me di cuenta que tenía dinero para un paquete de fideos, un litro de leche y un paquete de azúcar. ¡Eso era todo!

El domingo, en Misa, le pregunté al Padre Ángel qué íbamos a hacer y, otra vez, respondió con una gran sonrisa: “¡No te preocupes mi amiga, Dios está a cargo!”

El martes siguiente, mi mamá y yo caminamos en silencio hasta la parroquia. Yo estaba aterrada. Al menos 50 familias nos pedirían comida y sólo teníamos un paquete de sal, un paquete de fideos, un litro de leche y un paquete de azúcar.

Llegamos a la parroquia, fuimos hacia la parte de atrás del edificio, donde estaba nuestro lugar y — ¡GUAU!, ¡afuera de la habitación, en el jardín, había algunas bolsas negras llenas de comida! ¡Yo no podía creer lo que veían mis ojos! Mi primer pensamiento fue: “el Padre Ángel le pidió ayuda a sus amigos.” Pero, cuando el Padre Ángel llegó y vio las bolsas, estaba tan asombrado como nosotras. Comenzó a danzar, levantando sus brazos, cantando y riéndose.

Nunca supimos quién dejó esas bolsas (ni siquiera hoy). El Padre Ángel nos dijo: “Mi querida Graciela, ¡este es nuestro Señor, este es nuestro Dios! Él siempre escucha el clamor del pobre [Salmo 10, 17]. Pero tú, mi amiga, le has ayudado a hacer el milagro, porque tú trajiste lo que podías: fideos, leche y azúcar. ¡Eso era suficiente para Él!”

Yo comencé a llorar porque, de golpe, me di cuenta de que nuestro poderoso Dios era un Padre cariñoso que siempre se ocupa de sus hijos.


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